En la
silla de un auditorio, mientras un conferencista dicta su charla sobre la ley
30, una joven hila con paciencia una prenda de la que no todavía hay certeza.
El hilo que parece no agotarse, tiene un color amarillo que se confunde
con el de su piel, se desprende de una mochila que trae terciada en la
espalda y ocasionalmente acomoda sobre sus piernas. Solo cuando algo le parece
importante de atender, la joven pierde el ritmo y eventualmente suelta el hilo
para tomar notas de lo que dice el conferencista, luego suelta el lapicero y
enrolla la punta de la lana en sus dedos y retoma el punzando para seguir
dando forma al tejido. La joven menuda, de ojos grandes y un cabello liso
bastante largo, no se percata de mi atención a su laboriosa actividad, ni
la de un señor que tan maravillado como yo con el suceso, me dice en vos
baja: “Tenés cinco mil años de tradición a tu lado”.
Inty Raymi
La gente
ya sabe que la fiesta del sol es en la noche, todos los jueves desde las siete,
los danzantes se instalan en la rotonda de la loma de la cruz. La llegada es un
ritual de acomodamiento previo a la fiesta: el saludo a los amigos, la
promoción de la chicha y la gelatina, que da energías para la jornada, la instalación
y la prueba del sonido con música que pronostica una buena noche. Alrededor
algunas caras conocidas, también esperan el comienzo, mientras observan a
uno de los instructores que revela ciertas claves de movimiento a los que
llegan por primera vez. Yo debería estar ahí, pero me intimida tanta gente, es
posible que no atine al ritmo y mejor prefiero aprender de la manera menos útil
para el caso, observando.
Mal
contadas, hay cerca de doscientas personas y siguen llegando. Los pasos
parecen sencillos, las jóvenes que estaban con el instructor ya dominan la
técnica y yo creo que también aprendí. La autoridad al micrófono pide que
los niños que participan estén en el centro. Es una solicitud con fuerza para
los adultos, es una norma, así como la de no fumar cerca de la rotonda mientras
se está en la danza. No hay música hasta que se cumpla el requisito.
Dadas las
garantías, suena la música andina en el sentido estricto de su nombre. Porque
el esfuerzo de los organizadores es por recordar y difundir todos los ritmos
que se entonan en los pueblos la Cordillera de los Andes, desde Argentina
hasta Colombia, traspasando los límites de la columna de Centroamérica. El
calentamiento previo sirve de saludo al sol, el instructor de nombre
Jaguar levanta las manos y luego las baja, da un paso al centro y se
devuelve. Pide que lo sigan. Todos uniforman el paso, siguiendo un ritmo suave
que suena al fondo, una saya boliviana más contemplativa para entrar en
sintonía con el espacio y esperando que otras personas se sumen. Pronto la
rotonda empieza a engrosar su público, muchos alrededor todavía siguen
espectando y yo soy uno de ellos.
De pronto
el ritmo agita el ánimo de los espectadores y el instructor acelera sus
movimientos e introduce el aleteo de águila que hace emocionar a los danzantes
y lo siguen sin excusa. Todos aletean con sus brazos, personificando el animal.
De pronto lanzan con fuerza el pie derecho hacia delante y un fuerte coro que
dice “je” que se escucha hasta la calle quinta, luego cambia de pie y
nuevamente gritan. La fuerza emotiva empieza a arrastrar a los
aletargados que no han decidido incluirse. El espacio en la rotonda se
reduce, y yo creyendo que con la teoría es suficiente, entro a darme duro con
esa realidad danzante.
Inty Raymi
era la antigua ceremonia religiosa andina que se realizaba cada solsticio de
invierno en honor al dios sol. Los Incas en su sabiduría astronómica
sabían de hecho lo que predecía al cambio de estación. La caída del
invierno y el comienzo del verano, significaba un buen motivo para iniciar la
fiesta de agradecimiento en honor al dios que proveía la energía para las
cosechas, dicha ceremonia estaba acompañada de sacrificios y danza. El
Inty Raymi en la loma de la cruz es un intento de reconstrucción, de
aquellas fiestas que fueron aniquiladas por el cristianismo casi desde 1542.
Afortunadamente fue Garcilaso de la Vega el que dejo por escrito una crónica
que más adelante sirvió de aliento para la reconstrucción del rito. En
Cali, la fuerza de las comunidades indígenas sigue tejiendo lenta y
pacientemente, desde todos los espacios, para no dejar morir esos cinco mil
años de tradición e identidad.
Nada más
arrítmico que una revolución, envidiaba los cadenciosos que no iban en contra
de los pasos sugeridos, y rápido se sumaban a la coreografía. Creo que escogí
un mal lugar para desobedecer, no fue suficiente con la observación. Aunque no
se notaba en medio de la multitud. Sin embargo, La saya me daba la posibilidad
de equivocarme y acostumbrarme a esas nuevas formas de danzar. De todas formas
lo bueno de la experiencia es que ha sido un motivo para seguir
aprendiendo.